“Junto a la cruz de Jesús estaba María, su Madre”
- Catecismo Digital
- 19 may 2023
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“Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de cleopás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice el discípulo: ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa” (Jn 19, 25-27). Éstas son las palabras de la pasión. El mismo que las escuchó es el que las escribe, y que estaba, junto con María, bajo la cruz: Juan. Pocas veces, las noticias nos llegan de una fuente tan directa y segura como ésta.
Si María estaba “junto a la cruz de Jesús” en el calvario, significa que estaba en Jerusalén en esos días y, si estaba en Jerusalén, quiere decir que vio todo lo que ocurrió. Asistió a toda la pasión de su hijo, desde los gritos ¡Barrabás, Barrabás! Al Eccebomo. Vio a su hijo salir flagelado, coronado de espinas, cubierto de escupidas; vio su cuerpo, desnudo mientras temblaba en la cruz, en el estertor de la muerte. Vio a los soldados repartirse sus vestidos y jugar suertes esas túnicas que tal vez le había tejido ella misma amorosamente. Ella también bebió el cáliz amargo, lo bebió hasta las heces. A ella corresponde las palabras pronunciadas por la antigua hija de Sión en su desolación: “vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved su hay dolor semejante al dolor que me atormenta” (Lm 1, 12).
María no estaba sola junto a la cruz; estaba con ella otras mujeres, además de Juan: una hermana suya, María de Clopás y María Magdalena. Podría parecer que María es una entre tantas mujeres presentes. Pero ella está allí como, “su madre”, y esto lo cambia todo, colocándola en una posición única en el mundo, distinta a la de todos los demás presentes. A veces, he asistido al funeral de algunos jóvenes. Recuerdo en particular el de un muchacho. Todas lloraban. Parecían sufrir todas de la misma manera. Pero entre ellas había una distinta, en la que todos los presentes pensaban, por la cual lloraban y a la que a escondidas volvían la mirada: la madre. Tenía la mirada fija sobre el ataúd, como de piedra, y se veía que sus labios repetían sin descanso el nombre del hijo. Cuando, siguiendo al sacerdote, todos en el momento del Sanctus se pusieron a rezar entre “Santo, santo, santo es el Señor Dios del universo...”, también ella murmuró mecánicamente: “Santo, santo, santo...” En ese momento, pensé en María a los pies de la cruz.
Pero a María se le solicitó algo aun mucho más difícil: que perdonara a los que mataron a su Hijo. Cuando oyó a su Hijo decir: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34.), María entendió enseguida qué esperaban al Padre celestial de ella: que dijese también, en su corazón, esas mismas palabras: “Padre, perdónalos...” y las dijo, y perdonó.
El Concilio Vaticano II habla así de María a los pies de la cruz. “ también la Santa Virgen ha avanzado en el camino de la fe y ha conservado fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz. Allí, no si un designio divino, estuvo de pie, sufrió profundamente con su Hijo unigénito y se asoció con alma maternal a su sacrificio, amorosamente partícipe de la inmolación de la victima engendrada por ella misma” (Lumen gentium, 58). consentir en la inmolación de la víctima por ella misma engendrada fue como inmolarse así misma. Al estar “de pie” junto a la cruz, la cabeza de María quedaba a la altura de la cabeza de su Hijo reclinando junto sus miradas se encontraban cuando le dijo: “ Mujer, éste es tu hijo“, Jesús la miraba y por esto no tuvo necesidad de llamar la por su nombre, para distinguirla de las demás mujeres. ¿Quién podrá penetrar el misterio de esa mirada entre madre e Hijo en una hora semejante? Un gozo tremendamente sufriente pasaba de uno a otra, como el agua entre vasos comunicantes, y el gozo derivaba del hecho de que ya no oponían ninguna resistencia al dolor, ya estaban sin defensas frente al sufrimiento, se dejaban libremente tomar por él. A la lucha seguía la paz. Ya eran una sola cosa con el dolor y el pecado de todo el mundo. Jesús en primera persona, como “víctima de propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 2, 2), y María indirectamente, por su unión carnal y espiritual con el Hijo.
La última cosa que Jesús hizo en la cruz, antes de adentrarse en la oscuridad de la agonía y la muerte, fue adorar amorosamente la voluntad de su Padre. María lo siguió también en esto: también ella se puso adorar la voluntad del Padre antes de que una tremenda soledad le inundase el corazón y se hiciese la oscuridad dentro de ella, como se oscureció “ toda la faz de la tierra” (Mt 27, 45). Y esa soledad y esa adoración quedaron allí fijandose, en el centro de su vida, hasta la muerte, hasta no llegó para ella también la hora de la resurrección .
Un salmo que la Liturgia aplica a María dice: “pero de Sión se a de decir: Todos han nacido en ella; a los pueblos inscribe en el registro: Fulano nació allí” (Sal 87, 5-6). Es verdad: todos hemos nacido allí; se dirá María, la nueva Sión: uno y otro han nacido en ella. En el libro de Dios está escrito, de mí, de ti, de cada uno, también del que todavía no lo sabe: “Fulano nació allí.”
¿Acaso no hemos sido regenerados por la “Palabra de Dios viva y eterna” (1 P 1, 23)? ¿No hemos “nacido de Dios” (Jn 1, 13), renacidos “por el agua y Espíritu” (Jn 3,5)? Es la verdad, pero esto no quita que, en otro sentido, también hemos nacido de la fe y el sufrimiento de María. Si Pablo, que es un servidor de Cristo, puede decir a sus fieles: “ He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús” (1 Co 4, 15), ¿Cuánto más puede decirlo María, que es su madre? ¿Quién más que ella, puede hacer suyas esas palabras del Apóstol: “¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto” (Ga 4, 19)? Ella nos da “de nuevo” la vida en este momento, porque ya nos dado a luz, una primera vez, en la encarnación, cuando han dado al mundo precisamente la “Palabra de Dios viva y eterna” que es Cristo, en la cual renacemos.
Una comparación nos ayudará a entender el significado de la presencia de María bajo de la cruz: el de Abraham. Este parangón es sugerido por el mismo ángel Gabriel en la Anunciación, cuando le dice a María las mismas palabras que habían sido dichas a le dice a María las mismas palabras que habían sido dichas a Abraham: “Porque ninguna cosa imposible para Dios” (Gn 18, 14; LC 1, 37). Pero esto se ve sobre todo en los hechos. Dios le prometió a Abraham que habría de tener un hijo, aun estando él fuera de la edad, y siendo su mujer estéril. Y Abraham creyó. También a María, Dios le anuncia que tendrá un hijo, a pesar de que ella no conocía varón. Y María creyó.
Pero aquí que Dios interviene nuevamente en la vida de Abraham para, esta vez, pedirle que inmole precisamente a ese hijo que Él mismo le había dicho: “Tendrás descendencia en Isaac.” Y Abraham, también esta vez, obedeció. También en la vida de María, Dios vino una segunda vez, pidiéndole que consienta, es más, que asista, a la inmolación de su Hijo, del que había sido dicho que reinaría para siempre y que habría de ser grande. Y María obedeció. Abraham subió con Isaac al monte Moria y María se le pidió mucho más que Abraham. Con Abraham, Dios se detuvo en el último momento y él se volvió con su hijo vivo. Con María no. Ella tuvo que sobrepasar también esa linea extrema, sin retorno, que es la muerte. Volvió a tener a su Hijo, pero sólo después que fue bajado de la cruz.
Puesto que caminaba también ella en la fe y no en la visión, María esperaba que de un momento a otro el curso de los acontecimientos cambiase, que fuese reconocida la inocencia de su Hijo. Esperó frente a Pilato, y nada. Dios seguía. Espero hasta bajo de la cruz, hasta que fue clavado el primer clavo. No podía ser. ¿Acaso no le habían asegurado que ese Hijo iba a subir al trono de David y que habría de reinar para siempre en la casa de Jacob? ¿Era, entonces, ése el trono de David, la cruz| María, sí, “esperó, contra toda esperanza” (Rm 4,18), esperó en Dios, aun cuando veía desaparecer la última razón humana de esperanza.
Pero ahora extraigamos de este parangón la consecuencia necesaria. Si Abraham, por lo que hizo, mereció ser llamado “padre de todos nosotros” (Rm 4, 16) y nuestro padre en la fe” (canon romano), ¿Vacilaremos nosotros en llamar a María “Madre de todos nosotros” y “nuestra Madre en la fe”, o “Madre de la Iglesia? Dijo Dios a Abraham: “Por haber hecho esto, por no haberme negado a tu hijo, tu único, yo te colmaré muchísimo tu descendencia... Serás padre una muchedumbre de pueblos” (Gn 22, 16 y 17 , 5). Lo mismo pero con mayor fuerza, dice ahora de María: “Puesto que has hecho esto, por no haberme negado a tu Hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones. ¡Te haré madre de una multitud de pueblos!”
Si es común a todos los creyentes, de todas las confesiones cristianas, la convicción de que Abraham no fue constituido sólo “ejemplo y patrono, sino también causa de bendición” (como dice Calvino al comentar Gn 12,3). “que Abraham le es reservado, en el plan salvífico de Dios, el papel de mediador de bendiciones para todas las generaciones” (G. von Rad), ¿por qué no debería ser acogida y compartida con gozo por todos los cristianos la convicción de que, con mayor razón, María ha sido constituida por Dios causa y mediadora de bendiciones para todas las generaciones? Insisto, no soló ejemplo, sino también “causa de salvación” como la llama, precisamente, san Ireneo (Adversus Haereses III, 22, 4). ¿Por qué no debería entenderse que la Palabra de Cristo moribundo, “Hijo, ésta es tu madre”, no soló iba dirigida a Juan, sino a todos los discípulos” María ─dice el Concilio─, bajo la cruz, se ha vuelto para nosotros “madre en el orden de la gracia” (Lumen gentium, 31)
Por lo tanto, así como los israelitas, en los momentos de prueba, se dirigían al Señor diciendo: “¡Acuérdate de Abraham, nuestro padre!”, nosotros podemos dirigirnos ahora a Él diciendo: “¡Acuérdate de María, nuestra Madre!”: y así como ellos le decían a Dios: “No nos retires tu misericordia, por Abraham, tu amado” (DN 3, 34), nosotros podemos decirle: “¡No nos retires tu misericordia, por María, tu amada!”
Llega un momento en la vida en que son necesarias una fe y una esperanza como las de María. Es el momento en que Dios parece no escuchar ya nuestras plegarias, cuando podría decirse que se desmiente a sí mismo y a sus promesas, cuando nos hace ir de derrota en derrota, cuando nos envuelve en su misma derrota y las potencias de las tinieblas parecen triunfar en todos los frentes; cuando, como dice el salmo, parece como que “¿se habrá olvidado Dios de ser clemente, o habrá cerrado de ira sus entrañas?” (Sal 77,10). Cuando llegue para ti esa hora, acuérdate de la fe de María, y grita: “¡Padre mío, ya no te comprendo, pero en fio de ti!”
Tal vez está pidiendo ahora precisamente a alguno de nosotros que sacrifique, como Abraham a su “Isaac, es decir, a la persona, la cosa, el proyecto, la fundación, la oficina, que Dios mismo confiar, y por la que ha trabajado toda la vida... Ésta es la ocasión que Dios te ofrece para que le demuestres que Él es lo que más quieres, hasta de sus dones, hasta del trabajo que haces por Él. Dios puso a prueba a María en el Calvario “para ver lo que tenía en el corazón”, y en el corazón de María encontró intacto y diríase más fuerte que antes el “si” y el “¡presente!” del día de la Anunciación. Que pueda Él, en estos momentos, encontrar también nuestro coraz162n dispuesto a decirle “si” y “¡presente!”.
María como dije, en el Calvario se unió al Hijo al adorar la santa voluntad del Padre. En esto ella ha realizado, hasta la perfección, su figura de la Iglesia. Ella está ahora allí esperándonos. Se ha dicho de Cristo que esta “en agonía hasta el fin del mundo y no debemos dejarlo solo en este tiempo” (B. Pascal). Y si Cristo está en agonía y en la cruz hasta el fin del mundo de modo, para nosotros, incomprensible pero real, ¿dónde puede estar María, en este tiempo, sino con Él, “junto a la cruz”? Allí invita ella y les da cita a las almas generosas, para que se le unan adorando la santa voluntad del Padre. Adorarla también sin entenderla. No debemos dejar a María nunca sola en este tiempo. María sabe que ésta es la cosa absolutamente más grande, más bella, más digna de Dios, que podemos hacer en la vida, al menos una vez antes de morir.
Esta escrito que, cuando Judit volvió con los suyos, después de haber puesto en peligro su vida por su pueblo, los habitantes de su ciudad fueron hacia ella y el sumo sacerdote la bendijo diciendo: “¡Bendita seas, hija del Dios altísimo, más que todas las mujeres de la tierra!... Jamás a tu confianza faltará en el corazón de los hombres...” (Jdt 13, 18-19). Las mismas palabras dirigimos nosotros en este día a María: ¡Bendita tú, entre todas las mujeres! Jamás a tu confianza faltará en el corazón de los hombres y en el recuerdo de la Iglesia.

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